miércoles, 24 de noviembre de 2010

Abuelos.


Recuerdo cuando hacíamos escapadas en su coche. Yo siempre llevaba pañoleta en el pelo y carmín en los labios. Él nunca prescindía de sus guantes para conducir ni de sus gafas de Sol oscuras, que no me dejaban ver su mirada. Viajábamos a ninguna parte.
Crecimos, nos hicimos adultos. Y cómo no, formamos una familia. Él no solía estar en casa, trabajaba de taxista y llegaba por la noche. Y yo, como todas las mujeres de mi época, cuidaba de mis hijos y de la casa. Pero cuando tenía un ratito, leía. Para mi era como los viajes de antaño. Y además, si terminaba uno, inmediatamente podía empezar otro.
Esta mañana, después de limpiar la casa he ido a junto de él y he visto que no tenía la dentadura puesta, como tantas otras veces. Es algo que me resulta realmente desagradable, y se lo había dicho tantas veces... Es como un niño pequeño, se olvida de todo. Pero lo hace sin malicia, por supuesto. El alzheimer avanza peligrosamente. Pero para mi es una muestra de respeto que se ponga los dientes. Y estaba cansada de decírselo tantas veces. Me puse de rodillas ante su silla y le dije "Luís, quiero que te pongas los dientes, hazlo por mi. Si no, te dejo solo y no vuelvo. Piénsalo durante veinticuatro horas".
Y hace escasos minutos, antes de acostarse, se ha acercado a mi. Me ha dicho con lágrimas en los ojos "Asun, no puedes irte. Yo quiero estar contigo hasta la muerte".


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