sábado, 29 de enero de 2011

Ahora ya no.

Sus labios eran como ningunos. Y su sonrisa iluminaba incluso un día de chaparrones continuos y nubes negras. Sus ojos eran tan grises que aún ahora, cuando los recuerdo, me recorren mil escalofríos. Su mente era clara y su corazón absolutamente opaco. Era el típico romántico. El típico joven con la única aspiración de encontrar el supuesto amor de su vida. Pero no me dio tiempo a que se diese cuenta de que ese amor era yo. Estuve segura desde el momento en que besó el lunar con forma de pajarito de mi espalda. Solíamos pasear por la playa en invierno. En verano nos gustaba tomar café con pastas en cualquier cafetería acogedora. Después íbamos a mi casa sin amueblar y nos tumbábamos a mirar el techo. A veces él traía su discos de música clásica y Bach nos acompañaba toda la noche. Otras veces nos desnudábamos y nos besábamos todo el cuerpo. Éramos una pareja (si se puede llamar así) diferente. Yo estaba inevitable y absolutamente enamorada de sus pestañas. Y de todo él. Pero sin embargo, su mirada no era de loco enamorado. Estoy convencida de que yo era como un gatito para él. Cariñosa pero independiente. Pero le conocí como nadie lo había hecho, de eso estoy segura. Y él fue el único capaz de adueñarse de mi alma. Pero esta mañana mi amiga Soledad ha venido a visitarme. Pues al amanecer ya no estaban ni sus discos ni su aliento en mi nuca.

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